En plena crisis de estado, con los telegrafistas echando humo y su grupo de asesores al borde de un ataque de desgobierno, Abraham Lincoln, decimosexto presidente de EE UU, prefirió recordar una vieja batallita antes que dar lecciones de estadista o estratega militar. Así lo cuentaSteven Spielberg y, a juzgar por la precisión documental del relato, hay que creerle. Los que esperaban un biopic laudatorio, se quedarán con un palmo de narices. Y es queLincoln no canoniza al padre de la nación y ni siquiera lo coloca en el centro de la película.
Como ya hiciera en La lista de Schindler o en mayor medida en Munich, Spielberg desactiva los a priori más acomodaticios, las leyendas convertidas en Historia, para hacer un examen de lo que sucedió. Cueste lo que cueste, y le cueste lo que le cueste, que diría aquel. Explorando las cloacas de una Casa Blanca embarrada y sin calefacción –¡qué frío debió de pasar Abe en aquel lugar!–, el director encuentra los pilares sobre los que Aaron Sorkin edificó los pasillos del Ala Oeste más de un siglo después. Aquellas viejas intrigas, esos lobbies de presión, los acuerdos con contrapartidas, las vergüenzas democráticas... Todo eso está en Lincoln y no precisamente en estado embrionario, que no hay ni un solo implicado al que no le hayan salido ya los pelos de la barba. La política como arte de lo posible y la democracia como fachada tras la que operar, parece recordarnos un, a nadie debería sorprender ya, maduro y destetado Spielberg.
Si no es complaciente con la leyenda de Lincoln o con la cimentación del sueño americano, el director tampoco lo es con los espectadores de algo que no podrá utilizarse como material escolar de apoyo. Su narración exige al público atención, sutileza, capacidad de relato y conocimientos “grado medio” de la Historia de EE UU. Nunca antes la palabra había tenido tanto peso y poso en la filmografía de Spielberg. Se ahorra los discursitos por los que Oliver Stone habría querido hacer esta película, pero no escatima en discusiones sobre la concepción del modelo de Estado, los mecanismos de la negociación política y la conquista de los derechos civiles.
Y mientras tanto, Lincoln/Day-Lewis –indivisibles desde el primer instante en que el actor aparece en pantalla– vagando como un fantasma en una película en la que hasta su célebre asesinato queda fuera de plano. Con el presidente entre bambalinas pero fuera del escenario, los secundarios de esta obra actúan con la autoridad de protagonistas bajo el guión escrito por el barbudo sin saberlo. Es sin duda el mejor y más extenso reparto como conjunto de una película en muchísimo tiempo. Algunos le darían el Oscar a Tommy Lee Jones por ponerse esa peluca rancia, pero hasta el último tipo con o sin frase de Lincolnentra y sale como un primera figura. La escenografía también recuerda que lo que estamos viendo tiene más de retablo que de cine, que si en 1865 se hubiera contado esta historia se habría hecho de este modo. No es la película que nadie podía esperar. Precisamente por eso es tan buena.
VEREDICTO: Spielberg se pone serio para revolver la historia norteamericana.
MANUEL PIÑÓN
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