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viernes, 18 de enero de 2013

A ratos farragosa, a ratos magistral



Aunque en la larga y fecunda obra de Steven Spielberg convivan todos los géneros y los dilemas entre lo que pretende el Spielberg artista y lo que aconseja el Spielberg productor, hay proyectos suyos en los que resulta inequívoco que ha volcado su alma, con los que intenta ser recordado eternamente por la historia del cine. La lista de Schindler era representativa de esa suprema ambición. Y acercándose al invierno de su vida, el hombre que ya lo sabe todo sobre narrar todo tipo de historias con la cámara (independientemente de que esa sabiduría fuera precoz, de que a los 27 años rodara la extraordinaria Tiburón) se propone describir uno de los momentos más trascendentes de la historia de Estados Unidos a través de la figura de un hombre grandioso y complejo llamado Abraham Lincoln, protagonizando la inaplazable tarea de abolir la esclavitud en un país desangrado por la guerra civil.
Me resulta sorprendente el titular que encabeza una entrevista con Spielberg publicada en este periódico. Asegura: "Lincoln es mi película más europea". Me planteo el significado de su certidumbre artística durante la primera hora de esa película que esperaba con fervor. Y resulta que me aburro ligeramente, que me siento distanciado de lo que me están contando, que me hago un lío con la personalidad y los discursos de congresistas, secretarios, senadores y demás políticos del Gobierno de la Unión, que me siento perdido al no haberme documentado previamente sobre la historia de ese periodo convulso de Estados Unidos para entender las claves que me ofrece Spielberg.
Me lleva tiempo apasionarme por lo que veo y escucho. Pero esa anhelada fascinación llega. La paradójica temática —descrita por el izquierdista radical y sarcástico que interpreta admirablemente un empelucado Tommy Lee Jones "como la causa más justa que se ganó impulsando la corrupción política y con el consentimiento del hombre más puro que he conocido"— deja de ser farragosa y va adquiriendo fuerza expresiva en el desarrollo. Pero lo que más me gusta de esta película es el penetrante retrato de la personalidad de Lincoln, la relación con su problemática esposa (aunque ella nos explique convincentemente lo complicado que es vivir con un mito para un ser que aspira a la normalidad) y con sus hijos, la armonía con la que se compaginan en su carácter y en su conducta el idealismo, la astucia y el pragmatismo, su profundo conocimiento de la naturaleza humana y sus dotes para convencer al confuso y seducir al rival, sus contradicciones, su determinación, su altura moral.
El lenguaje visual que utiliza aquí Spielberg también es nuevo. Su cámara elige el intimismo y desecha la exuberancia, incluso en las secuencias bélicas. Dedica todo su mimo a los actores y actrices y estos le corresponden, sean protagonistas o secundarios. Daniel Day-Lewis está más allá del elogio. No parece, es, por dentro y por fuera. Algo que debe de ser agotador psicológicamente, pero que el espectador agradece. Y una desmaquillada, obesa y bajita Sally Field le da magistralmente la réplica y aguanta el tipo como una leona ante esa creación intimidante y genial. Es una película insólita, estilizada, poderosa y finalmente conmovedora. Que esté por debajo de mis expectativas, solo es problema mío.

Fuente: El País

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