En la cabeza de un niño, los pinchos de una rosa pueden convertirse en escalones para trepar hasta la flor, y los cantos que hacen tropezar en el camino, en plataformas por las que saltar a zancadas. También la violencia, los disparos y las bombas adquieren la capacidad de transmutarse en otra clase de recuerdos, quizá coloridos de lápiz y tinta, ordenados en viñetas que se suceden como ajenas a uno, ajenas al mundo. En ese transitorio universo de imaginación vive Juan, el joven protagonista de la película del año en Argentina —o la película argentina del año—, que se estrena este viernes en las salas españolas. Se trata de Infancia clandestina, sobre los recuerdos de un hijo de Montoneros, protagonizada por Natalia Oreiro, Ernesto Alterio, César Troncoso y Teo Gutiérrez Moreno.
Basado
(con licencias) en la niñez de su director, Benjamín Ávila, que rubrica su ópera prima, el
filme, ganador de 10 premios Sur (entiéndanse como los goyas argentinos)
y precandidato al Oscar de habla no inglesa, se adentra en un periodo de la
historia del país sudamericano que, quizá por reciente y peliagudo, pocos se
han atrevido a tocar en la gran pantalla. Al menos no desde el punto de vista
en que este lo hace: el de una familia de Montoneros, los guerrilleros armados
que se identificaban con la izquierda peronista, y su lucha no solo por su
defender su patria, sino su ideal de vida. “Hay una tendencia de no aceptar la
historia como propia porque son lugares en los que es mejor no entrar”, señala
Ávila. “Pero esos son en realidad los lugares en los que el cine debe entrar,
porque aportan información a las nuevas generaciones y ponen en tema cosas que
la sociedad debe tener en cuenta”.
Es
1979, y una joven pareja regresa subrepticiamente a Argentina desde el exilio
con sus dos hijos, una bebé y su hermano de 12 años, Juan. Solo que él ya no se
llama Juan, sino Ernesto. Obligado a vivir bajo una identidad inventada, el
chaval, en pleno tránsito de la niñez a la adolescencia, se ve forzado a
estrenarse en las lides del amor desde la mentira, el miedo y la represión.
Si su
pasaporte falso dice que su cumpleaños es en octubre, tiene que celebrarlo ese
día. Y si se oyen ruidos extraños, debe correr a esconderse en un refugio
secreto. “Yo tenía muy claro de siempre la historia que quería contar”, dice el
director (Buenos Aires, 1972), “y a partir de eso me basé en lo que viví con
mis hermanos cuando éramos chicos y construí una historia verosímil”.
Verosímil,
en cualquier caso, no significa real: “Eso no existe”. Por eso, porque la
verdad es territorio estrictamente personal, el pequeño Juan lleva la parte más
violenta de sus vivencias a un mundo de ensoñación. Literalmente: los recuerdos
más duros se intercalan como cine de animación. “No te das cuenta de lo que
está pasando en ese momento, pero como son dibujos que representan la realidad,
esa realidad es la que cada uno de los espectadores está viendo”. Las
convicciones y los sentimientos, además, escriben tantas historias como hay
personas: “Está mal tomado que la política es una cosa y las emociones son
otra, por eso la película viene a revalorizar aquella época donde la vida y las
ideas eran una sola cosa, y la conciencia del otro era muy grande”.
Paradigmático
de esa vocación de dar lugar a un relato sobre la “política de las emociones”
es el personaje del tío Beto, el hombre-niño, el idealista al que le sobra
ilusión pero carece de la medida de la gravedad de las situaciones, y que
aunque nunca tuvo un capítulo en la biografía de Benjamín Ávila, sí lo tiene en
la de Juan. “Es un personaje muy especial”, dice Ernesto Alterio, quien le da
vida, “es alguien que encarna aquello por lo que lucha, la libertad, en cada
segundo de su existencia, y su compromiso pasa por su actitud ante la vida y lo
que está haciendo”.
Si la
película ha sido encumbrada ya casi como “obra de culto” en Argentina, dice
Alterio, es porque ha dado con las cantidades perfectas de la receta: “Es una
historia de amor, es una película histórica, tiene momentos de humor,
estilísticamente es muy novedosa, y todos esos elementos confluyen de una
manera que a mí, que ya he trabajado en alguna, me parece que es muy raro que
pase, como un milagro”.
Fuente: El País
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