Es curioso pensar que hace tan solo 15 años este titán de la actuación era un absoluto desconocido, excepto para aquellos acostumbrados a frecuentar los teatros del West End londinense. Ian McKellen (Lancashire, Inglaterra, 1939) vio como el éxito le abrazaba cuando cumplía los 56 años de edad (gracias a Ricardo III) y su carrera en la pantalla grande era –por aquel entonces– solo una anécdota: “Yo tenía un montón de experiencia, llevaba muchos años haciendo teatro, cine y televisión, pero la cuestión es que hasta ese momento mis trabajos en el mundo del séptimo arte no habían gozado de demasiada fortuna. No es que me afectara demasiado: esa era la realidad, simplemente”, dice el británico de aquellos tiempos.
Probablemente por eso este actor, un hombre tan relajado que es imposible no sentirse a gusto en la misma habitación que él, se ha tomado su estrellato como el que se bebe un té a las cinco de la tarde: una costumbre que no pasa de ser un bonito recordatorio de lo dulce que puede ser el mundo. Estrecha la mano con la fuerza justa y sonríe, pero no es hasta que empieza a hablar cuando se atisba la auténtica naturaleza del actor, una cadencia inconfundible que grita a los cuatro vientos que por las cuerdas vocales de este mago han pasado Shakespeare, Beckett, Chéjov o Molière.
Sir Ian McKellen nació en un pueblecito llamado Burnley, aunque pronto sus padres, Denis y Margerie (ingeniero y ama de casa), se trasladaron a Wigan. Allí, y durante los primeros cuatro años de su vida, él y su hermana Jean, cinco años mayor, soportaron los bombardeos nazis sobre el país. Los padres del pequeño Ian eran grandes aficionados al cine, y allí fue donde él empezó a plantearse lo de ser actor. “Me atraía la idea de meterme en los zapatos de otras personas, de poder ser quien yo quisiera, sin ningún límite”. Aun así, la chispa se produjo cuando su hermana actuó en una representación de Shakespeare en la escuela femenina donde estudiaba. McKellen quedó fascinado por “la magia” y se propuso ser actor, costase lo que costase. Sin embargo, no fue hasta que su padre se trasladó a Bolton después de la muerte de su madre cuando empezó a forjar su carrera, ayudando en producciones de la compañía de teatro local y familiarizándose con las bambalinas, los decorados, el vestuario y todo lo que convertía las noches de función en una auténtica fiesta. Más adelante cursaría estudios de arte dramático en la Universidad de Cambridge, y de allí daría el salto a las tablas, convertido en joven actor de sólida formación clásica. Innumerables obras después, Ian McKellen ya era un nombre habitual en el circuito teatral londinense que de cuando en cuando tocaba alguna tecla en televisión o el cine. “Aunque siempre volvía. En ningún sitio me sentía tan a gusto como sobre el escenario de un teatro”.
“¿Que si me ayudó que esto de la fama me cogiera ya mayor? Pues sí. La primera película que funcionó de verdad, y por la que el público empezó a hablar de mí, fue Ricardo III, una obra absolutamente personal en la que yo lo hacía todo: escribir, dirigir, actuar… Lo cierto es que me convertí en alguien famoso poco a poco, me iba bien en el teatro y pensaba dedicarme a ello en cuerpo y alma hasta que el cuerpo me lo permitiera. Con las películas, obviamente, es distinto. Todo cambió a partir de cierto punto y me siento agradecido por ello. Lo que sí voy a decirle es que me alegro de estar en mis 70 y no en mis 20. Porque si todo esto me hubiera pasado cuando era joven, me habría estado preguntando cosas como ¿podré hacerlo la próxima vez?, ¿qué pasará a partir de ahora? Esa presión me hubiera sido francamente incómoda, de eso puede estar seguro”, proclama McKellen, piernas cruzadas, acomodado en un mullido sillón rojo de la suite de un hotel de lujo en el Soho londinense.
El británico recibe a El País Semanal a cuenta de su última película, El hobbit, un viaje inesperado. Luce camiseta de la película, negra; un gigantesco colgante con una piedra de jade sin pulir (“neozelandesa”, aclara el actor), y unos calcetines chillones que destacan junto a unos zapatos oscuros, lustrosos, larguísimos. El pelo de McKellen, una mata blanca que parece tener vida propia y que el intérprete se mesa con frecuencia, destaca sobre unos ojos diminutos y una nariz rotunda. Es su primera entrevista de lo que se convertirá en un largo día de promoción. El intérprete sabe lo que le espera: “No es que sea lo peor, es simplemente otra parte de mi trabajo”, suelta sir Ian cuando se le pregunta si aquello de atender a la prensa es lo peor de su profesión.
A McKellen se le puede recordar por sus maravillosos papeles en Ricardo III, Dioses y monstruos o la franquicia de X-Men, pero por lo que todo el mundo reconoce su rostro es por ese mago que nació de la pluma de J. R. R. Tolkien y de nombre Gandalf. “Yo no soy Gandalf; me encanta el personaje, pero no soy Gandalf. Es solo un papel más. Espero que cuando no esté me recuerden no solo por él, sino por otras muchas cosas”. La cuestión es que después de interpretar a Mithrandir (el nombre que los elfos otorgan a Gandalf), el líder de la Comunidad del Anillo, en tres ocasiones distintas y a las órdenes de Peter Jackson, McKellen vuelve a enfundarse las ropas del mago para protagonizar otra trilogía. “¿Que si tuve dudas? Pues claro que tuve dudas, no una vez, sino muchas. Ahora bien, digamos que el proceso fue… confuso. Primero, un día Peter [Jackson] me llamó para decirme que pensaba hacer El hobbit, un viaje inesperado. [Sonríe] Eso no fue una oferta; más bien una llamada de cortesía. Después me dijo que no iba a dirigirla, que iba a dejar que la dirigiera otro. Después que sí, que iba a dirigirla él, y luego, más adelante, que no, que no iba a hacerla. Así que todo el rato yo me preparaba para que –finalmente– no pasara nada. ‘¿Puedo leer el guion?’, le pregunté. ‘Sí, pero que sepas que yo no lo voy a hacer’, me contestó él. ‘Oye, ¿recuerdas que te dije que no lo voy a hacer? Pues ahora sí que lo voy a hacer’. Y así todo el rato. Hubo un momento, cuando pensé que no iba a pasar nada, en que me dije a mí mismo: ‘Oh, Dios, menos mal, no tengo que volver allí, lejos de mi familia, por no sé cuánto tiempo’. Pero, dicho todo esto, había en ello partes muy positivas. ¿Quería que otro representara a Gandalf? Pues no, la verdad es que no”. McKellen muestra una sonrisa y apoya la nuca en el respaldo del sofá, como si el mero hecho de recordar los dimes y diretes del proyecto le hubieran agotado.
Así ha sido como McKellen ha vuelto a la Tierra Media. En principio, para dos películas que han acabado siendo tres (“Cuando Peter me lo dijo, le solté: ‘Seguro que lo sabías desde el principio”), lo que le va a obligar a volver a Nueva Zelanda “para seis semanas más de rodaje” a reencontrarse con “la familia”. “Volver allí fue como volver a casa… Realmente te deslizas en ello, te pones el traje y estás de nuevo allí. Todo el equipo técnico era el mismo, las caras eran conocidas, y por otro lado había un montón de actores nuevos, un montón de comediantes como Billy Connolly, Stephen Fry o Martin Freeman, y la misma atmósfera del filme es mucho más luminosa, porque el tono del libro de Tolkien es absolutamente distinto del que tenía El señor de los anillos y Peter quería que fuera todo más suave, más divertido. Eso se notó también en el set. En cierto modo, y si lo pienso bien, lo peor es tener que hacer 20 tomas de cada escena, eso le quita algo de espontaneidad. No es que no me guste, pero a veces es más divertido tener que hacer las cosas a la carrera, tener que estar con tu personaje todo el tiempo… Recuerdo cuando hice Dioses y monstruos, que fue a San Sebastián, ¿lo recuerda? Pues rodando esa película, Bill [Condon, el director del filme] se me acercó un día y dijo: ‘Ian, van a desenchufarnos hoy mismo, el dinero se ha acabado y paran la producción. Así que no pares. Si te equivocas, simplemente sigue desde el inicio. Pero no te pares. Si lo haces, no tendrás otra oportunidad de hacer la toma’. Aquel día yo tenía que hacer un monólogo larguísimo, y allí estaba el director, diciéndome que solo tenía una toma. Esa es la clase de presión con la que tiene que lidiar un actor en muchas ocasiones y esa es la clase de presión con la que lidié yo aquel día. Sin embargo, al final, la experiencia fue realmente buena. Esa intensidad es la que hace que te sientas muy cerca del personaje que interpretas. Con algo como El señor de los anillos o El hobbit, un viaje inesperado tienes una gran cantidad de elementos que pueden interferir en tu trabajo –empezando por estar en Nueva Zelanda–, y por eso creo que a veces puede ser más difícil el trabajo en una producción tan grande que el que desarrolles en una película pequeña, donde realmente las cosas dependen más de ti y de lo que hagas”.
McKellen, talento aparte, también se ha significado como uno de los más distinguidos representantes de la comunidad homosexual, siendo uno de los pocos actores que ha hablado abiertamente de su sexualidad sin trabas de ningún tipo, ya fuera con la prensa o con sus colegas de profesión. Para el británico, este es un tema especialmente sensible, sobre todo en pleno siglo XXI: “Afortunadamente, cuando voy a ver una película solo pienso si el actor es bueno o no, nada más, no me planteo cómo será su vida privada o qué hará cuando llegue a casa. Entiendo que el hecho de que el actor trabaja consigo mismo como instrumento, al contrario que un escritor, por ejemplo, que trabaja con las palabras, puede provocar cierta curiosidad. Así que puedo entender que la gente se intrigue. Ahora bien: si tú hablas de ser gay, el asunto es distinto. Si alguien es homosexual y no quiere que nadie lo sepa, creo que lo que hace en realidad con esa actitud es hacerse daño a sí mismo, porque de alguna manera se avergüenza de lo que es. Que yo sepa, no hay ningún heterosexual que se avergüence de serlo, eso no tiene sentido para mí. Así que siempre animo a todos a que digan lo que son, porque serán más felices. A los heteros les gusta presumir de su condición sexual, así que no veo por qué los homosexuales deberíamos ser distintos. Por eso creo que la mejor política es decidir cuándo quieres que sepan de ti, te ahorrarás muchos disgustos. Lo que no me parece bien es que mientas, que te pregunten si eres gay y digas que no. Eso creo que es realmente malo. Es mejor que cuando te pregunten algo digas que no quieres contestarlo: ¿Color favorito? Sin comentarios. ¿Animal favorito? Sin comentarios. ¿Ciudad favorita? Sin comentarios”. [Risas].
El actor tiene una curiosa visión de su dilatada trayectoria sobre las tablas, que empezó en la localidad de Coventry en 1961 y que sigue aún vigente, con McKellen sumándose a los proyectos que le apetecen sin alejarse demasiado del cuadrante londinense. Militó en la legendaria Royal Shakespeare Company y hasta fundó en 1972 su propia compañía teatral, la Actors Company. “Es cierto que el teatro ha sido una gran parte de mi vida y en realidad hubiera sido imposible crecer como actor sin todos esos años frente al público noche tras noche. Ahora bien, no estoy de acuerdo cuando algunos tratan de poner distancia entre el teatro y el cine, como si fueran cosas distintas. La verdad es que son lo mismo, lo único que cambia es la escala. Es decir, uno puede actuar en un teatro pequeño para un centenar de personas o en un teatro inmenso para 3.000. Lo mismo pasa con el cine, uno puede tener una cámara o 100, hacer una toma o 30, pero el proceso de preparación para el actor y la ejecución –por supuesto– son exactamente los mismos en un medio que en el otro”, cuenta el que fuera nombrado sir por la mismísima Margaret Thatcher en 1990: “Fue algo curioso: unos años antes intentó implantar una ley que prohibía hablar de la homosexualidad en las escuelas de la Gran Bretaña [el conocido como artículo 28] y después me llaman para decirme que quieren nombrarme sir. Cosas de la vida, supongo”.
Después de Gandalf, McKellen no tiene prisa por volver al tajo. Será que, a sus 72 años, pocas cosas le quitan el sueño. “Estoy en una edad en la que me siento muy a gusto no trabajando, así que puedo ser perfectamente feliz sin hacer absolutamente nada, algo que antes no me pasaba. ¿Qué hago cuando no trabajo? Leo los periódicos, miro la tele, no viajo porque ya lo hago suficiente cuando trabajo, veo amigos y a veces, solo para divertirme, voy a ver a otra gente trabajando. Esto último siempre me ha parecido especialmente reconfortante”.
Fuente: El país
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